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Primer capítulo: ¡Menudo marrón!

Era una fría y lluviosa tarde de invierno, de 1984.

La recuerdo tal y como si fuera ayer: el aire gélido que se calaba hasta los huesos al colarse a través de las ventanas del pequeño piso en el que vivía, emplazado entonces en la concurrida calle Mayor de Tarragona; el repiqueteo constante de las gotas de lluvia al caer contra los cristales de mi habitación, situada en la segunda planta del edificio; y el estrepitoso e impertinente sonido del teléfono que martilleaba una y otra vez mi cabeza, sin dejarme descansar.

Pero no sería justo que continuara esta historia sin presentarme.

Aunque nunca he sido educado, siempre he tenido un sentido muy elevado de lo que es la justicia. Me llamo Juan C. Pérez y soy miembro del Grupo Antidroga de la Guardia Civil de Tarragona —actualmente conocido como Grupo de Investigación Fiscal Antidroga (G.I.F.A.)—, una unidad especial dedicada a perseguir todo tipo de delitos fiscales.

Los que me conocen ―para bien o para mal― me llaman Indio, ellos sabrán por qué será: ni soy asiático, ni viví en la India, así que supongo que será debido a mis insólitas facciones que se asemejan a las de alguna antigua raza tribal, rasgos que se acrecientan si contemplas la larga cabellera que sobrepasa mis hombros y que suelo llevar recogida en una cinta de cuero tras la nuca. Los numerosos collares formados por diminutas cuentas de madera que cuelgan de mi cuello y la muñequera claveteada de piel que adorna mi muñeca derecha, no ayudan a esclarecer a qué tribu urbana pertenezco. Y así es como tiene que ser. Ninguno de los sujetos a quienes investigo debe sospechar siquiera que pertenezco al Grupo Antidroga, ya que entonces valdría más muerto que vivo.

Me di la vuelta y agarré la almohada para ocultar mi cabeza bajo ella e impedir, de esta manera, que aquel fastidioso sonido siguiera aporreando mi cabeza.

Era inútil.

El perverso artefacto no dejaba de sonar y sonar, metiéndose hasta lo más profundo de mi cerebro —si es que aún quedaba alguna parte aprovechable de éste, que el alcohol no hubiera deshecho—. ¿Por qué no se callaba el miserable artilugio? ¿Tan difícil era comprender que necesitaba descansar? En las últimas cuarenta y ocho horas, tan sólo había conseguido dormir dos. Las malditas diligencias instruidas dos días atrás, tras la detención del Mulato y dos miembros más de la familia Camacho, cuando tuvieron la osadía de pasear medio kilo de hachís delante de mis propias narices, habían sido las responsables de que yo no hubiera visto mi cama hasta bien entrada la tarde.

Al fin había conseguido llegar a casa y acostarme. Anhelaba cerrar los ojos y evadirme durante un tiempo, antes de salir «a cazar», como cada noche. Pero el maldito teléfono me había despertado antes de lo previsto. Además, mi instinto me decía que se trataba de alguien conocido, ya que el muy cabrón no cejaba en su empeño por despertarme. Tendría que levantarme y contestar.

―¿Sí?

―¿Indio?

Enseguida reconocí la voz de Franky, uno de los miembros de mi grupo que había quedado de retén en la comandancia. Le respondí con un gruñido.

―El teniente coronel quiere que bajes a verlo ¡ya!

―¿No sabrás qué cojones quiere ahora?

―No —respondió—, pero por la cara que tenía parecía como si quisiera colgarte por los huevos del palo mayor. ¿Qué has hecho esta vez?

―¿Yo? —pregunté de manera incrédula como si no supiera de qué iba el tema—. ¡Nada que recuerde! ―mentí―. Además, ¿quién no te dice a ti, que lo que en realidad quiere el teniente coronel es felicitarme por mi cumpleaños?

―¿Tu cumpleaños? ―aparté el auricular de mi oído para que no se resintiese ante la descomunal carcajada que soltó Franky―. No me hagas reír, Indio.

―Vale, pues no será por eso. Dile que me doy una ducha rápida, me visto y enseguida bajo a verle.

Colgué el teléfono e ignoré a la vocecilla que dentro de mi conciencia insistía en que regresara a la cama, y me encaminé hacia el cuarto de baño para tomar una ducha de agua caliente. ¡Oh! El ardiente líquido cayendo sobre mí era lo único que despejaba mi cerebro embotado aún por el alcohol ingerido la noche anterior. Mientras el agua caía por mi espalda no podía dejar de preguntarme qué querría ahora el teniente coronel. Seguro que ya se había enterado de la movida del otro día y me llamaba para armarme una nueva pelotera por lo que ocurrió con los Camacho. El muy cabrón… ¿por qué leería tan rápido los radiogramas oficiales? Al menos podría haber tenido el detalle de echarles un vistazo unas horas más tarde; así yo hubiera podido dormir un poco más.

Poco tiempo después, ya estaba embutido en los mismos vaqueros de siempre, calzaba mis botas vaqueras y, tras enfundar mi viejo revólver calibre 38 y 4 pulgadas, encendí el primer cigarrillo del día. Aunque era bien entrada la tarde y ya había empezado a anochecer, para mi comenzaba todo. Por desgracia se habían terminado los caliqueños confiscados en la última redada, por lo que tuve que conformarme con un bisonte arrugado que subsistía olvidado en el bolsillo de mi cazadora de piel. Me llevé el pitillo a los labios y aspiré en profundidad, hasta que sentí cómo la calada llegaba a lo más hondo de mis pulmones. ¡Joder! ¡Qué mal sabía ese puto tabaco! Tenía que conseguir más caliqueños como fuera.



Salí de casa y subí el cuello de la cazadora para resguardarme del mal tiempo. Llovía, pero no muy fuerte; así que decidí bajar andando hacia la comandancia, como habitualmente solía hacer. Tal vez de este modo, se me refrescaran algo las ideas. Mientras caminaba por la atestada calle esquivando a la gente que como hongos intentaba circular bajo sus paraguas, no dejaba de pensar en la bronca que me iba a echar el teniente coronel.

«¿Cuál será ya?», pensé, «¿la enésima?»

Había perdido la cuenta.

«Seguro que me sermonea por detener al Mulato.»

Pero, ¿cómo iba a explicarle a mi superior, que mi vieja amiga y confidente Paqui —camarera del club de alterne Edén—, había sido la responsable de que me encontrara en el restaurante Las cuatro carreteras a las cinco y media de la madrugada?

Aquella noche, Paqui me había llamado porque necesitaba desesperadamente hablar conmigo —¡y cómo «hablaba»! La muy puta, sabía usar la lengua como nadie…—. Había quedado con ella en aquel lugar porque sabía que estaría abierto a esas horas tempranas y podríamos tomar una copa con tranquilidad.

Estaba deseando que terminara su refresco de cola —aderezado con unas gotas de ginebra— para ver qué era «aquello» tan urgente que tenía que explicarme cuando entraron los hermanos Camacho. No les hice caso. Sólo quería tener una noche apacible, terminar mi bebida y echar un polvo con la Paqui, pero la muy tonta comenzó a contarme cómo unas horas antes, los Camacho habían estado en el club, mostrando orgullosos su mercancía: una enorme bola de hachís, la misma que le cogí al Mulato cuando le cacheé, y el motivo por el cual le detuve.



Al fin llegué a la puerta de la comandancia. El viejo y destartalado edifico sito en la calle López Peláez necesitaba con urgencia una buena restauración. Amancio Juárez, el guardia de puertas, me saludó:

—¡Hola, Indio! ¿Cómo va?

―Voy a ver al teniente coronel.

―Lo sé ―me contestó mostrándome una diminuta pero burlona sonrisa―. Te está esperando. ¿Con qué lo has cabreado esta vez?

Lo miré pero no respondí a su pregunta. ¿Por qué todo el mundo pensaba que yo había hecho algo? Supe la respuesta en cuanto entré en el edificio y abrí la puerta del despacho de mi superior, tras apagar el cigarrillo bajo la suela de mi bota y llamar educadamente.

―¿Da usted su permiso, mi teniente coronel?

―Pasa.

Entré obedeciendo sus órdenes. Su rostro, más arrugado que un viejo pergamino no disimulaba su disgusto; aunque tampoco recordaba haberlo visto sonreír nunca… ¿o tal vez sí? ¿No fue en el ochenta y dos, cuando su mujer hizo las maletas y se largó unas semanas a Galicia con su madre? Sí. En aquel breve período de tiempo hasta hubiera jurado que el teniente coronel era otra persona. ¿Por qué la gente se casaba si en realidad no se soportaba? Era un dilema que nunca había conseguido resolver —y el motivo principal por el que hubiera decidido no casarme jamás.

Me acerqué hasta su mesa y me mantuve en tiempo de firmes, esperando a que estallara la tormenta. Al fin terminó de hacer sus anotaciones y levantó la cabeza para clavar sus ojos castaños en mí.

―De nuevo has hecho una detención en solitario.

No respondí. Era absurdo hacerlo ya que no me estaba haciendo ninguna pregunta, sólo una afirmación. Escuché cómo soltaba un bufido mientras se ponía en pie y rodeaba la mesa hasta llegar a mi lado.

―¡Siéntate! ―ordenó.

Seguí sus instrucciones al instante mientras contemplaba cómo apoyaba su trasero contra el canto de la mesa sin dejar de observar mis movimientos.

―Mira, Indio… ―Su tono de voz era suave. Aquello no presagiaba nada bueno―. Te he dicho más de una vez, que ni eres Billy el Niño, ni eres un lobo solitario. Alguna vez te pasará algo y entonces… ¿cómo coño quieres que le explique a la Dirección General que actuaste por tu cuenta? ¿Me das tú alguna respuesta?

«¿Qué podía decirle?»

―Verá usted, mi teniente coronel. Recibí una llamada por la noche de un confidente diciéndome que el Mulato estaba en el bar, ofreciendo su mercancía. Debía bajar de inmediato si quería pillarlo con las manos en la masa, antes de que se largara. Eran las cinco y media de la madrugada. ¿Cómo quería que avisara a algún compañero? ¡No había tiempo!

―Siempre hay tiempo de avisar a un compañero, ¡maldita sea! ―gritó mientras golpeaba la superficie de la mesa con su enorme puño y se ponía en pie―. ¿En qué estabas pensando? ―rugió inclinándose peligrosamente sobre mí―. ¡Estoy harto de tus excusas! Sabes perfectamente que podías haberlo hecho de otra manera. Pero no, siempre tienes que actuar como a ti te viene en gana, sin respetar el procedimiento, sin… ―suspiró― en fin, no voy a ganar nada contigo, siempre actuarás igual.

Apoyó las yemas de los dedos sobre su sien derecha, como si le hubiera acometido un repentino dolor de cabeza y cerró los ojos. No parecía que fuese a añadir nada más, así que esperé unos breves instantes a que se disiparan las últimas nubes de tormenta antes de preguntar:

―¿Es todo, mi teniente coronel?

―No ―respondió mirándome de nuevo―, no quería verte sólo por eso. Verás: tengo un caso muy delicado para ti:

»Ha aparecido el cadáver de la nuera de Prudencio Gómez.

«¿Por qué no me sorprendía?»

―¿El propietario de la Constructora Arde?

―El mismo. ¿Lo conoces?

―Conozco al fiambre —respondí—. Tanto ella como su marido, el hijo de Prudencio Gómez, son yonquis reconocidos. ¿Dónde se ha hallado el cuerpo?

―En un domicilio sito en la Rambla del Vendrell, cerca de la estación. La encontraron en el interior de la bañera con una jeringuilla clavada en el brazo.

—¿Sobredosis?

Asintió con la cabeza.

—Con toda probabilidad se trata de un suicidio o un descuido. Quiero que vayas con uno de tus hombres a investigar y lo aclares. Allí te espera el médico forense y el comandante del puesto de la Guardia Civil del Vendrell. Que todo tu grupo se dedique únicamente a esto hasta que se resuelva el caso.

—¿En exclusiva? Aún tenemos pendiente…

—He dicho que sólo este caso. Lo demás tendrá que esperar. Además, ya sabes que estamos desbordados de denuncias a causa del tráfico de heroína que se mueve por aquella zona.

―Estoy al corriente.

—Entonces, no hay nada más que hablar.

—Me pondré en seguida con ello. ¿Algo más?

―Sí: discreción y, sobretodo… mucho cuidado.



Abandoné el despacho cabreado.

«¡Me cago en la puta!», pensé, «ya estamos con esos ricos de mierda».

Y es que siempre pasaba lo mismo: unas cuantas papelinas de caballo y dos meses perdidos para averiguar lo que ya sabíamos.

Seguro que la niña rica había obtenido la droga a través de alguno de los camellos que trabajaba de manera rutinaria en la zona y que más de una vez habíamos detenido para interrogarlo. Conocíamos sus nombres y sabíamos que adquirían su mercancía en Tarragona o Reus. Entonces… ¿por qué perdíamos el tiempo? ¡Dos meses para no aclarar nada! ¡Sesenta días dejando sin concluir aquellos casos en los que llevábamos meses trabajando…!

Atravesé el patio y entré en nuestras oficinas. Franky se hallaba sentado tras una de las mesas aporreando la máquina de escribir y me interrogó con la mirada. Sin contestarle, agarré el auricular del teléfono y marqué el número de Mariano. Una voz femenina me contestó desde el otro lado del aparato.

―Hola Lucía. ¿Está tu marido?

―Aún duerme, Indio. ¿Ha pasado algo?

―Tenemos un nuevo caso y necesito que venga.

―Espera un momento que lo llamo.

Mientras esperaba a que Mariano cogiera el teléfono, hice gestos a Franky para que me pasara un cigarrillo. Éste dejó el papeleo y, después de rebuscar en los bolsillos de su cazadora, me lanzó un paquete de Ducados. Una voz soñolienta llegó a mis oídos a través del auricular.

―¿Diga?

―¡Vamos, Mariano! Muévete y ven rápido a la comandancia ―dije llevándome el cigarro a los labios.

―¡Joder, Indio! ¿No habíamos quedado a las once?

―Cambio de planes. Tenemos un caso.

―¡Vaya novedad!

Hice un nuevo gesto a Franky y me arrojó su encendedor.

―Ahórrate el chiste y mueve tu culo hacia aquí. Quiero el coche en la puerta en quince minutos.

―¿De qué se trata?

―Te lo explicaré de camino al Vendrell.


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